Hace algún tiempo, vivió en Oro Verde un personaje casi legendario que supo ganarse el cariño de los primeros habitantes. Vino de lejos, quizá del Chaco, como recuerdo vivo de tiempos que nadie quiere recordar. Llegó aquí oculto, con una leva del ejército siendo uno de los últimos testimonios del horror de la guerra «civilizada» contra los hijos de esta tierra.
Juan, como lo llamaban, contaba que los habían arrancado de su familia, alejado de su padre, el cacique de la tribu.
Al llegar a Entre Ríos trabajó en las obras de construcción de los cimientos de la Casa de Gobierno y de la Municipalidad de Paraná.
En Oro Verde hizo grandes amigos y entregó su corazón en afán de servir. Es así que entabló amistad con doña Elena Clara Rufiner de Badaraco. Ella nos cuenta con nostalgia sus gratos recuerdos:
«Juancho trabajaba en la Estancia Maritán, de Tezanos Pinto, un pueblito cercano a Oro Verde, cuidando vacas. Le faltaba un ojo».
Existen dos versiones al respecto. La primera es que un grupo de peones de la estancia lo apedreó, con la funesta consecuencia. La segunda versión es que una vez, una familia recién llegada, por desconocer las buenas intenciones de Juan, lo atacó con una gomera. En ambos casos lo lamentable es la consecuencia: Juan perdió su ojo izquierdo.
Pasado un tiempo, Juan se mudó a Oro Verde y pronto se ganó el cariño de los niños. Fue así que los fines de semana descubrió que los niños se reunían en un lugar común: la Capilla. Y se empezó a preguntar para qué. Ahí tomó la decisión: convertirse al cristianismo.
Para esto debía ser bautizado y eligió a sus padrinos: doña Elena Rufiner y don Clementino Ortellao. El acontecimiento se produjo a fines de la década de 1960 y aunque parezca increíble, según cuenta la leyenda, ¡Juan tenía más de 150 (ciento cincuenta) años!
Recibió el Sagrado Sacramento de manos del Padre Raúl Molaro. En la fiesta correspondiente, y como en toda fiesta, no podía faltar la torta y Juan siguió con sus extrañas costumbres. Cuando le daban un trozo de torta, la colocaba en un bolsillo y luego la comía desde allí.
Pero seguía siendo un «INDIO», y en las noches de luna, llamado por sus costumbres ancestrales, se alejaba para tejer telarañas de ramas en los árboles, esas que en su idioma se llaman ñandutí.
«Despreciaba el calzado y las ropas nuevas; si le regalaban un par de alpargatas nuevas, las tiraba; si eran usadas o viejas las aceptaba. Amaba los animales».
Pedía galletas y corbatas. Eran sus regalos preferidos.
El 8 de julio de 1973, como muchas noches de luna llena, salió a tejer sus ñandutí. Se desató una gran tormenta y Juan no volvió. Todo el pueblo salió en su búsqueda. Lo hallaron enredado en un alambrado, cercano al pueblo, sin vida.
Originariamente sus restos fueron enterrados en San Benito. Sobre su tumba hay una cruz con un corazón con su nombre, como testimonio del cariño y la consideración que supo suscitar alguien que dio mucho a pesar de haber perdido aparentemente todo. Hoy reposan en el cementerio Paraíso de Paz, en Oro Verde.
Agradecimientos: a Elena Clara Rufiner de Badaraco
a Elda Ortellao de Puntín
a Nidia Quesada de Ortellao por los valiosos datos aportados para la reconstrucción de esta historia.
Marina Grandolio – Walter Elias – mayo de 2000